Desde la atalaya

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El otoño comenzaba a dar paso al invierno. Las borrascas cubrían el cielo y se dejaban sentir en Porto do Son. Aquella tarde fría, gris y lluviosa, típica en Galicia, un grupo de niños correteábamos por la calle De Jesús. Solo se oía nuestro jadeo nervioso por la carrera y el chapotear de los pies casi desnudos. 

O descalzos, o con zapatos muy raídos que la humedad y el frío calaban igualmente, íbamos raudamente hacia la playa. La bajamar proporcionaba un amplio espacio para continuar nuestros juegos. Y al mismo tiempo, evadirnos de alguna fechoría cometida por el vecindario.

Eran tiempos de guerra civil, de depresión económica, con sus consecuentes estrecheces y carencias de todo tipo. La prioridad de las familias era tener un plato de algo caliente a la hora de comer. 

Los pueblos marineros, dependían principalmente de la pesca y en invierno, por los frecuentes temporales, resultaba escasa. El mal tiempo, impedía salir a aquellas precarias embarcaciones, en su mayoría de remo y vela, durante muchos días. Y al depender en mayor medida de ese sustento, lo pasábamos mal. 

Por otra parte, casi todas las casas del pueblo, eran pequeñas y toda la superficie estaba ocupada por los humildes edificios. Ante lo cual, no había posibilidad de tener huertas propias. 

Dentro del casco urbano, solo las casas más pudientes contaban con un jardín donde cultivar. Luego, las casas de la periferia en general tenían huertas importantes. Predios que estaban casi totalmente rodeados de altos muros de piedra.  

Al igual que todos los niños de aquel entonces, además de ir a la escuela, al monte a por leña y piñas para encender el fuego, o ayudar a nuestros mayores en las faenas pesqueras en tierra. Siempre había tiempo para jugar, dando rienda suelta a nuestra alegría y felicidad. 

Cualquier excusa era buena para proponer una travesura. Según la época del año, variaban las opciones. En tiempos de frutas, siempre surgía alguna excursión a las huertas vecinas. En las que asumíamos los riesgos de enfrentarnos a los fieros cancerberos. 

Había quienes cuidaban a capa y espada sus cosechas. E intentaban impedir aquellas invasiones con fuerza letal. Emprendiendo la persecución con alguno de sus instrumentos de labor. Llegando en ocasiones, en particular aquellos más agresivos, a lanzarnos palos, piedras y en ciertos momentos, percibíamos el peculiar zumbido de alguna hoz sobre nuestras cabezas. 

La agresividad y poca empatía de esos vecinos, los convertía en objetivo de nuestras travesuras más groseras cuando sus frutas no resultaban atractivas. Hechos de los que hoy, claramente no estamos orgullosos.

Otros hortelanos, con cierta benevolencia y conscientes de las necesidades de la gente, se limitaban a dar un grito de aviso. Lo que generaba la precipitada huida de nuestra banda. 

Las necesidades, el hambre y las típicas tropelías infantiles, inducía a embarcarnos en aquellas épicas batallas. En las que no faltaba la planificación estratégica y la precisión en la ejecución. Claro que todo podía fallar. Los contratiempos operativos y errores de cálculo terminaban siempre con una estampida de pequeños granujas. Quienes luego recorríamos el pueblo aliviando la tensión y lamiéndonos las heridas entre gritos y risas  estridentes.

Las peras comenzaban a estar maduras en las huertas. Y si bien el clima estaba frío y lluvioso, aprovechábamos los momentos de escampada. En pocos minutos se cruzaba de un extremo al otro del pueblo, solo había que tomar la decisión, elegir el objetivo, el momento y el lugar de reunión. Allí comenzaba el plan de ataque. 

Aquel día, al salir de la escuela de doña Casta, la decisión estaba clara, la huerta de don Cosme sería copada a la hora de la siesta. Conocíamos sus costumbres y después de comer, siempre dormía una buena siesta antes de su recorrida. Y además de tener una buena huerta, era de los más permisivos. 

En pocos minutos se juntaba un buen puñado de frutas y mientras no apareciera el dueño, allí mismo se daba cuenta del apreciado y sabroso botín. Comíamos rápidamente, atentos a cualquier aviso del centinela. Quién en su momento, cambiaba turno con algún compañero ya satisfecho. 

Si todo sucedía acorde al plan, después de comer aquella fruta, salíamos en triunfal retirada. Pero, cuando se daba aviso de peligro, la estampida no se hacía esperar y escapábamos por donde fuera posible. Sin detenernos ante nada, salíamos velozmente por aquellas húmedas, irregulares y lúgubres corredoiras. 

Leonardo, José, Juan, Ventura, Chuco, Manuel, Joaquín, Antonio y yo sabíamos perfectamente nuestros roles. Se trataba de un asalto en toda regla y actuábamos con precisión militar. El ataque seria en dos grupos actuando en diferentes puntos. Ya en el lugar y bajo los árboles frutales solo había que trepar y cosechar. 

Casi siempre, al salir de la finca nos reagrupábamos en rauda huída. Aunque si las circunstancias lo exigían, cada uno buscaba su vía de escape. Sin perder de vista, que el punto de encuentro era la playa. Allí, al retornar la calma, surgían otros juegos y actividades propias de la edad y de la época. 

Hacíamos un recuento de la aventura, cada uno narraba su experiencia y sus peripecias. Las sucesivas exposiciones, estimulaban la euforia y la imaginación de aquellos chiquillos llenos de adrenalina. Así, rápidamente emprendíamos nuevos retos. Tanto juntábamos caramuxas, como proponíamos desafíos y luchas, o seguíamos correteando por el pueblo.

Esas heroicas incursiones, despertaban la ilusión y la fantasía de todos nosotros. Y a medida que esos corazones y mentes prodigiosas se sincronizaban, creaban un clima y una fuerza espiritual especial. Esa potencia creativa, esa magia nos permitía hacer cualquier prodigio, que al pasar por una de las tantas fuentes del pueblo, en aquel estado de excitación y euforia, podíamos transmutar el agua. Y así, transformarla en maná celestial, o en el oro líquido que se nos ocurriera.

El temprano anochecer invernal, marcaba la hora de volver a casa. Tocaba refugiarse en el hogar, al calor del amor y el cariño materno. Abrigando la esperanza de poder cenar un caldo caliente antes de dormir. 

Un reparador descanso para volver a por más.