Mi primera vez

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A medida que iba creciendo y antes de comenzar la escuela, al igual que los demás niños del pueblo, desarrollaba mis destrezas en las artes de la pesca. 

Observando a los mayores, nos iniciábamos en identificar los diferentes peces y mariscos, así como los aparejos de pesca mas adecuados para cada especie. Poco a poco, adquiríamos conocimientos del manejo de las distintas técnicas pesqueras, las embarcaciones, las velas, la cabuyería y los nudos. Sin olvidar las responsabilidades de los marineros en cada maniobra. 

Prácticamente todos los días, dedicábamos tiempo a esos menesteres y también a otras actividades. El armado y reparación de las redes y otros equipos, era una tarea en la que destacaban nuestras madres, de las que también aprendíamos mucho. 

La escuela, el esparcimiento con los amigos y tareas inherentes al diario vivir, también formaban parte de las rutinas cotidianas de casi todos nosotros. 

Al menos un par de veces a la semana, íbamos al monte a buscar leña para encender el fuego. Una tarea que implicaba salir de excursión al monte en los alrededores del pueblo, liderados por alguna persona mayor del barrio. La necesidad de leña para cocinar y calentar los hogares, era algo de todos los días, especialmente en invierno. Y siempre algún vecino asumía la responsabilidad del grupo de niños y jóvenes que le acompañaban en la tarea. 

Era un trabajo de recolección y acarreo, los pequeños juntábamos piñas y ramas finas. Los mayores se encargaban de arrancar las ramas secas de los árboles. Y para ello se requería un gancho metálico, que unido a largos varejones bien atados, permitía llegar a las partes más altas. Para arrancar aquellas ramas mas gruesas, hacía falta fuerza y habilidad. Era la principal actividad de los responsables del grupo, así como armar los atados a transportar sobre nuestras cabezas. 

De ese modo transcurría la vida en Porto do Son, en todas esas actividades, que en los días festivos variaban sustancialmente. Las misas, procesiones, bandas de música y las ferias de entretenimiento, que todos disfrutábamos, cambiaban las rutinas y hacían olvidar por un momento las carencias.

Aquel día del año 1937, promediando el mes de junio, cuando ya había comenzado la pesca de la sardina, a mediodía, mi padre me invitó a integrar su tripulación. Ante la emoción del momento, le pedí ayuda a mi hermano Roque, para prepararme y recordar todo lo necesario. Quería tener un buen desempeño en aquellas tareas que me tocara realizar. 

Desde finales del invierno, en mi séptimo aniversario, esperaba que se cumpliera mi mayor ilusión, ser parte de la tripulación de mi padre. Objetivo para el que me había preparado a conciencia, tanto con el ejemplo en casa, como observando las faenas en el muelle. Pues, además de ser lo usual, sentía que se trataba de mi verdadera vocación. 

La Felisa, el barco de la familia, registrado con el nombre de mi madre y surto en el muelle de Porto do Son. Era un barco de remos y vela, de algo mas de siete metros de eslora, construido por los carpinteros de ribera do Freixo. Y que dependiendo la época del año, mi padre dedicaba al xeito u otras actividades pesqueras. 

A las tres de la tarde, mi papá, Roque y yo llegamos al muelle. Allí ya estaban algunos de los tripulantes más experimentados, Joaquín, Manolo, Felipe y Roberto. Mi hermano era o rapaz do barco, y se encargaba de mantener la embarcación limpia y ordenada; además de colaborar en cualquier otra tarea que le fuera requerida. Ese día, yo me convertí en su aprendiz y él iniciaba su ascenso a marinero experimentado. 

En cuanto todos los elementos y tripulantes estábamos abordo, papá se puso a la caña y ordenó zarpar. Soltamos amarras y salimos a remos hasta poner algo de distancia del puerto. Mientras unos remaban, otros comenzaban a izar la vela latina.

Aprovechando la brisa de componente norte, papá puso rumbo a su objetivo. Íbamos navegando a un largo, aprovechando al máximo el viento para ponernos rápidamente en faena. Ese día el punto para lanzar la red lo tenía muy claro. Volvía a su lugar secreto, Cabo Corrubedo, Punta dos Remedios con Monte Louro afiadiño por O Son. Allí, siempre obtenía buenos resultados, era una zona donde la sardina se daba bien.

Para los marineros veteranos, la orden de mi padre, de algún modo confirmaba sus marcaciones. Ya venían controlando los puntos notables y tenían claro que en cualquier momento arriaríamos vela y al lance. 

Durante el trayecto, además de las distintas maniobras de navegación, preparábamos las líneas para pescar mientras las redes estuvieran en el agua. 

A la orden del patrón, arriamos velas y largamos las redes. Unos a los remos y otros a echar al agua los aparejos con claridad, para dejarlos a la deriva durante un par de horas. Período que aprovechábamos para pescar con los liños y así obtener alguna otra especie para vender, o para llevar a casa. 

Independientemente de que la pesca formaba parte de mi existencia, aquella ocasión era mi primera vez. Mi primera salida como tripulante de un barco de pesca, el barco de mi papá. 

Y toda esa actividad, me resultaba novedosa, estimulante y emocionante. Desde que salimos de Porto do Son, hasta que pesqué mi primer congrio en ese mismo estreno, fue todo una grata locura.

Habían pasado ya unas horas y tocó recoger las redes. Salimos en su búsqueda, aunque la aguda vista de aquellos experimentados lobos de mar, nos puso rápidamente en rumbo. Con el bichero, Joaquín enganchó la boya y comenzó a recoger cabo. Enseguida lo pasó a Roberto y todos nos pusimos a subir la red lentamente. Al tiempo que extraíamos las sardinas malladas, se dejaba el aparejo ordenado para volver a lanzarlo más tarde. 

Si la captura era buena, se repetía la maniobra en la misma zona, de lo contrario, se probaba en otro lugar hasta encontrarla. Cuando se consideraba que la faena era suficiente, se emprendía el retorno a puerto. 

Y otra vez a izar velas, poniendo rumbo a Porto do Son, la brisa del norte apenas había variado su orientación. Por tanto, hicimos un través suave, controlando el trapo para no comprometer el equilibrio del barco. 

La abundante captura de sardina, sumada a la buena pesca con los liños, con los que también obtuvimos hermosas piezas, provocó que la línea de agua quedara algo sumergida. 

Ya en la boca de la ría comenzamos a dar amplias bordadas para ganar barlovento, sin comprometer nuestra integridad y retornar a casa con bien. 

La alegría y el vértigo que me producían aquellas maniobras, resultaban adictivas. Y es algo, que sigo sintiendo en cada ocasión que evoco esos recuerdos.